En defensa de.
.Babel
Texto: Javier Sádaba
 
  Javier Sádaba es catedrático de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.

Que el lenguaje es la característica humana por excelencia es harto sabido. Los chimpancés, los más cercanos en la escala evolutiva, son muy parecidos a nosotros, pero carecen de lenguaje en sentido estricto. Nuestro cerebro nos ha capacitado para ese intercambio simbólico que nos posibilita no sólo la comunicación sino la creación de ciencia, arte o religión. Lo que sucede es que ese lenguaje, como Babel, se ramifica en muchas lenguas distintas. Unos hablan japonés, otros hablaron arameo, otros sánscrito y otros se rompen la cabeza por dominar el inglés, que, de paso, se impone como lengua franca en un mundo cada vez más interconectado. En algunos Estados conviven varias lenguas. Y en uno de esos Estados, en España, la lengua se ha convertido en los últimos días en objeto de disputa. Conven- dría hacer alguna
distinción si queremos situar el problema en el lugar adecuado.

Existe un aspecto estrictamente
formal u oficial. Atañe a los textos que, para los que los han votado, configuran el cuadro dentro del cual han de moverse. Siguien- do la Constitución, y apoyándose en el artículo 3, algunos concluyeron que existe una lengua oficial y común a todos los españoles y que
es el castellano. Hay otras lenguas que, paralelas a la común, son cooficiales en determinadas autonomías. Interpretando de una manera mecánica lo que la Constitución expone, habría una lengua de primera división que todos han de conocer y otras de segunda división que se pueden utilizar en sus respectivos territorios.

Por eso, si al-guien osara colocar la segunda a la altura o por encima de la primera cometería un tremendo despropósito que debería erradicarse como la peste. No rotular en castellano o no educar, si se quiere, en esa lengua contravendría la letra intangible que como las Tablas de la Ley a todos nos somete. No sé cuántas veces ni cómo se trasgrede eso que con tanto ahínco defienden algunos que han descubierto la Constitución a modo de conversos, pero me imagino que se trata de casos menores, que raramente alteran la convivencia y que en muchas ocasiones son indiferentes dada la semejanza de las lenguas, a excepción del euskara. Más interesante es el aspecto que hace referencia a la libertad de elección de la lengua. No habría que imponer a nadie lengua alguna; ésta sería objeto de libre elección, y todo lo que suene a normalización lingüística sería pura imposición.

Añaden los que así opinan que la lengua es de los individuos y no de los territorios y que un nacionalismo perverso invierte los términos de tal manera que los pobres individuos se ven sometidos a una implacable noción de nación. Tal inversión y sus perversas consecuencias acostumbran a ejemplificarlas los defensores de la lengua castellana con casos nada recomendables de Bélgica, Quebec y, naturalmente, Catalunya, Galicia o Euskadi. Y, aceptémoslo, si esto se produce no hay más remedio, nobleza obliga, que reconocer que se está cometiendo el error identificar tierra con lengua. La cuestión estriba en que habría que aplicar en todas las direcciones la obviedad de que son las personas y no las naciones (noción esta, por cierto, oscura donde las haya). Por ejemplo, quien quiera educarse en euskara en Madrid, siendo ésta su lengua materna, que lo haga. No creo que sea posible. Y entonces se quiebra sin más la doctrina de que cada uno habla como le da la gana. Porque la realidad es otra. La realidad es que se establece el castellano, se obliga el castellano, se le coloca en medio como algo inamovible y se le blinda con mil y una leyes. Las otras lenguas, al final, son concesiones que benévolamente permite el poder de un Estado que, ese sí, posee una lengua como si de un individuo se tratara. La contradicción es manifiesta.

Pero es que, más allá de aspectos formales y de los derechos de las personas, esta es la tozuda realidad. Y lo que ella nos dice es que es absurdo hablar del peligro que corre el castellano. Todo lo contrario. Lo único que corre peligro es la permanencia de las lenguas minoritarias. Los hechos cantan por sí mismos. Habría que estar ciego para no reconocer que la mayor parte de los estímulos lingüísticos que se reciben en cualquier rincón de España son en castellano. Su presencia es abrumadora. Radios, televisiones, revistas y periódicos inundan el país en la lengua que -¡quién lo diría!- estaría siendo aniquilada. Una gota no es un océano. Una actitud, que a buen seguro las hay, que exija desproporcionadamente o de modo inadecuado que se domine la lengua periférica para obtener tales o cuales beneficios, no es nada comparado con el océano de la llamada lengua común u oficial, que, casi como Dios, está en todas partes. Por eso, los lamentos suenan a Jeremías. O mejor, los lamentos son el signo externo de una postura ideológica, de una opción política determinada. Se trata del siempre renovado unitarismo español, de la incomodidad de que existan otras realidades, de la visión cuasiimperial de una España inquebrantable. Si la lengua es de los individuos, que lo es, que cada uno escoja lo que le parezca. Y si se trata, cosa de justicia, de ayudar a las más débiles, que no se les favorezca sin dar aun más poder a aquella a la que le sobra. Pero esto no gusta a quienes piensan que nadie ha de salirse de un corral previamente delimitado.

Quienes nacimos y nos criamos en el franquismo sabemos bien qué es eso de que le arranquen a uno la lengua que, en principio, era la materna. Quienes hablamos el castellano lo hacemos con el placer de estar inmersos en una lengua que nos sirve para comunicarnos, escribir, leer o contar chistes. Quienes creemos de verdad que hay que respetar al máximo la opción por hablar de esta o aquella manera, no estamos de acuerdo con imposiciones arbitrarias que se puedan hacer en muchas otras partes del mundo que albergan distintas lenguas. Y seremos autocríticos cuando esto suceda en aquellos lugares que por empatía nos sean más cercanos. Pero esto no quita un ápice a lo antes dicho. La defensa a ultranza del castellano se parecería a una comedia si detrás no estuviera el empeño por meternos a todos en el mismo embudo. Que estén tranquilos, que el castellano no se muere. Pero que nos dejen tranquilos, porque, para bien o para mal, en Babel vivimos. Y seguiremos viviendo.